domingo, 15 de noviembre de 2015

Espejos

I - Uriel, antes de acostarse, contemplaba el espejo, sin preocuparle lo más mínimo, aquello que en él veía reflejado. Su verdadera preocupación no era otra que la de si aquel espejo y los otros dos que había adquirido aquella misma mañana en una tienda de antigüedades, los tres idénticos, encajaban en la decoración de su recién estrenada casa, una lujosa vivienda de dos plantas, ubicada en una de las zonas más codiciadas de la ciudad donde vivía.

“Estos espejos pertenecieron durante siglos a una familia de videntes, brujas y toda suerte de adivinos”, le habían dicho en la tienda. Sin embargo, según también le habían explicado, al morir su último propietario, fueron abandonados hasta que alguien, no se sabía muy bien cuándo ni cómo, se había hecho con ellos y después de algún tiempo, sin conocerse tampoco el motivo, había decidido venderlos. A partir de ese momento, los espejos fueron cambiando de dueños, hasta llegar por casualidad a la tienda. La propietaria de esta, nada más verlos, los reconoció al instante, pues había oído muchas historias sobre ellos, y no dudó en adquirirlos, aun cuando para ello hubo de pagar un alto precio. Uriel no sabía si esto último sería cierto o si se trataba de la típica treta de charlatán de feria, para justificar lo que le habían pedido por los tres espejos.

Con la incómoda sensación de no saber si se habría equivocado con su compra, se fue a dormir, albergando la esperanza de que al día siguiente, con la luz natural, su impresión pudiera ser distinta o que al menos, los otros dos espejos, lucieran mejor en las habitaciones donde los había colocado.


II- Uriel era incapaz de regular la temperatura del agua que salía de la ducha. ¡Maldita caldera! ¡Y maldito servicio técnico! Hacía más de una semana que les había llamado y seguían sin venir a repararla.

Se aclaró el cuerpo a toda prisa, salió del baño en albornoz y se dispuso a elegir la ropa con la que iría a la oficina aquel día. Uriel era máximo accionista y presidente de una empresa de comercio multinacional y su labor se limitaba a un mero acto de presencia, pues las decisiones estratégicas las tomaban sus directores de departamento. La empresa, en la actualidad, una de las más importantes del sector, la había heredado de su padre, quien de la nada, la había creado. En definitiva se trataba de una exitosa empresa familiar, donde sin embargo, la llegada de Uriel, había enrarecido un clima laboral hasta entonces excepcional. Su carácter prepotente y su estilo de mando, en absoluto motivador, habían llevado a que muchos de sus empleados le odiaran.

Malhumorado, Uriel se vestía a desgana, mirándose en el nuevo espejo, que seguía sin convencerle. El nudo de la corbata se le resistía, y a cada intento fallido, su irritación iba en aumento.

De repente, algo en el espejo, hizo que Uriel se frotara instintivamente los ojos. Un brillo indescriptible emanaba del mismo y no era ya su reflejo lo que en él se veía, sino el de Ana, su ex esposa, de la que se había separado hacía poco más de cuatro meses. Y junto al de ella, veía también el de su mejor amigo, Luis, con el que esa misma semana había discutido. Los dos se encontraban sentados en el interior de un bar. Ella vestía un suéter malva ajustado, que realzaba su hermoso busto. "Conmigo decías que no te sentaba bien", pensó Uriel, quien así, por un instante, se abstrajo de lo insólito de aquella situación.

-Te juro que le di más oportunidades de las que se merecía -explicaba Ana-. Una y otra vez quería convencerme a mí misma de que podría volver a ser la persona de la que me había enamorado y no el ogro amargado e insociable en el que se fue transformando. Y luego estaban los niños... Ellos le adoraban, aunque cada vez le tenían más miedo a esos arrebatos de ira suyos. Temía que un día pudiera hacerles daño de verdad, aunque él juraba que antes se cortaría la mano... Pero después, por cualquier tontería les pegaba. Decía que era yo la que los estaba mal educando consintiéndoles todo. ¡Mentira!
-Lo sé Ana. Y te entiendo perfectamente. Uriel no es el mismo desde hace tiempo. Ya te conté por teléfono que habíamos discutido por una estupidez. Eso hace años jamás hubiera pasado. En serio, no sé qué ha sido de aquella alegría y optimismo que siempre nos contagiaba... Y no soy el único que piensa así. Le intenté aconsejar que fuera a un psicólogo o a un psiquiatra y por eso fue por lo que se enfadó conmigo.

"¡Al loquero que vaya tu puta madre", masculló Uriel, que a punto estuvo de sacudirle un puñetazo al rostro de su amigo en el espejo. Más que el consejo, lo que le molestaba de verdad era verles tan pegados en aquella mesa. "Este Luis lo único que está pensando es cómo tirarse a Ana. ¡Cerdo traidor!". Y justo entonces, dio un respingo al ver que quienes ahora aparecían en el espejo, eran sus dos hijos: Mónica y Mateo.

Mónica, de doce años, estaba ayudando con los deberes a Mateo, cuatro años más pequeño. La habitación donde se encontraban, la reconoció de inmediato: no en vano era en la que durante años Uriel había pasado horas y horas de su infancia y adolescencia estudiando. "¿Qué coño están haciendo en casa de mi madre?", se preguntó sorprendido. Siempre había creído que sus hijos odiaban ir a casa de la abuela. Por ello casi nunca los llevaba a visitarla. Y ahora, tras haber con el divorcio renunciado voluntariamente a su custodia, se los encontraba allí tan felices.

-¿Crees que papá vendrá algún día a vernos? -preguntaba el pequeño a su hermana. Uriel sintió una punzada en su corazón.
-¡Ojalá lo hiciera Mate!, pero no creo que lo haga, la verdad. Papá es un egoísta que solo piensa en sí mismo -le respondió mientras acariciaba su cabeza. Una nueva punzada, aún más fuerte, hizo que Uriel se doblara de dolor sobre sus rodillas.

A duras penas trató de incorporarse. En el espejo, vio de nuevo solo el horrible nudo de su corbata. Se restregó con ambas manos la cara y por un momento dudó si volver a la cama. No lo hizo y se fue directo a la oficina. “Sólo estás cansado”, se dijo a sí mismo.


III- Después de haber pasado todo el día fuera de casa, cuando Uriel entró por la puerta, no pudo evitar sentir un ligero desasosiego. Había intentado alejar aquellas extrañas alucinaciones de su cabeza, pero no había hecho sino pensar una y otra vez en ellas. Antes de volver a su habitación quiso tranquilizarse, descalzándose primero y sirviéndose luego un par de lingotazos de whisky. Algo más relajado, con el vaso en la mano, subió las escaleras hacia la primera planta, donde se hallaban los dormitorios. Fue al pasar al lado de uno de ellos, cuando notó que de la estancia salía una corriente de aire frío. Al sentirla, se extrañó, pues nunca dejaba una ventana abierta y además aquella noche no hacía en absoluto fresco.

Encendió la luz de la habitación y fue cuando se percató que del despejo de esta, se desprendía aquel mismo extraño brillo que había visto por la mañana. El estrépito del vaso al romperse contra el suelo, hizo que saliera de su estado de parálisis. La curiosidad pudo más que el miedo y si bien muy despacio, se aproximó al espejo para asomar, aún más despacio, su rostro al mismo.

Se vio entonces sentado jugando con su hermano mayor, Míner, en la habitación que ambos compartían en la antigua casa de sus padres. En ella habían vivido antes de que su padre hubiera labrado con su empresa una enorme fortuna, de la que ahora disfrutaba Uriel, pues Míner, con solo catorce años, había fallecido tras una penosa enfermedad. Aunque por aquel tiempo tener sólo siete años, Uriel jamás había superado la pérdida de su hermano.

-¿Seguro que lo has entendido Uri? -le preguntaba Lícer mientras colocaba cuidadosamente las piezas de ajedrez.
-¡Que sí Mini! -protestó el pequeño Uriel-. ¡Colócalas de una vez!
-¡Tranquilo enano!; sólo quiero estar seguro de que no voy a abusar de ti -bromeó Míner.
-¡No me llames enano! -replicó Uriel aún más molesto-. 

Y lo cierto es que después de enseñarle, entre otras muchas cosas, a jugar al ajedrez, Uriel le había ganado un montón de veces, pero reviviendo ahora la escena, enterrada en el recuerdo, estaba aún más convencido de que no pocas de esas victorias, habían sido generosas concesiones por parte de Míner, quien le profesaba un amor infinito. Un amor como el que Uriel jamás volvería a sentir hacia su persona. Y del mismo modo que por la mañana, había experimentado indignación y rabia con la primera visión y culpabilidad con la segunda, ahora, le abrumaban la tristeza y la nostalgia. Llevaba tanto tiempo sin llorar, que cuando notó en su cara las lágrimas, se incorporó de un salto. Pasando por encima de los cristales rotos del vaso y sin importarle poder cortarse con ellos, se dirigió con paso firme al dormitorio donde le esperaba el tercero de los espejos.

No le sorprendió en absoluto verlo brillar nada más entrar. Uriel tomó aire profundamente, cerró los ojos y con ellos así, caminó hacia el espejo. Volvió a tomar aire y al abrir los ojos se encontró cara a cara con aquello que más pavor le producía: la muerte, su muerte.

Reconoció de inmediato la iglesia que aparecía en el espejo. Era en la que se habían casado él y Ana hacía trece años. Solo que ahora la veía completamente vacía, salvo por las tres personas que aparecían sentadas en el primer banco. A pesar de estar de espaldas, las figuras de Ana, Mónica y Mateo resultaban inconfundibles. Ana tenía el cabello mucho más corto, mientras que Mónica y Mateo eran dos jóvenes que superaban en altura a su madre, siendo Mateo el más alto de los tres. Frente al altar, un féretro, sencillo y sobrio, de madera oscura. No había ni una sola corona de flores. En ese momento, el sacerdote que estaba oficiando, se volvió a los presentes:
-¿Queréis alguno de vosotros pronunciar unas palabras antes de proseguir con la liturgia? -les preguntó.
-No -respondió de forma escueta Ana-. Prosiga.

La perspectiva visual de la escena cambió y fue cuando Uriel vio las caras de su mujer e hijos: ningún atisbo de lágrimas en sus ojos y sus rostros reflejaban más aburrimiento y fastidio, que tristeza o congoja. Aquello le dolió a Uriel mucho más que el hecho de que nadie de su empresa o de sus contados amigos, hubieran asistido a su funeral. Apretó con fuerza sus párpados, esperando con ello, poner fin a aquella desoladora visión. Al abrirlos se encontró a su familia ya fuera de la iglesia, en compañía de otras tres personas, los tres hombres. Uno de ellos era su amigo Luis, a quien veía cogido de la mano de Ana, mientras la besaba cariñosamente en los labios. "¡Maldito hijo de puta!, ¡qué buitre que eres!", gritó Uriel al espejo, como si Luis pudiera escucharle. No tardó luego en atar cabos con respecto a los otros dos personajes: eran las respectivas parejas de Mónica y Mateo. "¡Joder Mateo!", exclamó decepcionado al descubrir la homosexualidad de su hijo. Asistió a cómo se despedían unos de otros, con una alegría que contrastaba con lo que había presenciado antes. Se subieron tras ello a sus coches y abandonaron aquel lugar. "¿Pero dónde vais?", preguntó desesperado Uriel, al caer en la cuenta de que su ataúd había quedado abandonado en la iglesia. "¡Putos desagradecidos!", bramó con rabia, mientras cuatro extraños sacaban su féretro y lo introducían en un coche fúnebre. Uriel se sobresaltó con el ruido que produjo el portón trasero del coche al cerrarse. La visión se disipó y se encontró de bruces con su rostro. "¡Pues sí que tengo un poco cara de muerto!", ironizó al verse. Inspiró y exhaló unas cuantas veces, mientras se atusaba el cabello. Necesitaba otro buen trago de whisky, así que volvió a bajar al salón. Vencido por el cansancio y el alcohol, se quedó dormido en el sofá.


IV- La alarma de su móvil le despertó bruscamente. La cabeza le estallaba y al ponerse de pie, sus huesos crujieron. Emitió un bufido al tiempo que bostezaba. Fue directo a la cocina y mientras llenaba un vaso de agua con el que diluir un comprimido de paracetamol, marcó el número de su mujer.

-¡Buenos días, Ana!... No, no he estado de juerga en ninguna parte; es el puto aire acondicionado de la oficina, que ya sabes que me jode siempre la garganta. ¡Oye!, te llamaba para preguntarte una cosa. Verás: el otro día compré unos espejos para la casa y lo cierto es que me da pena devolverlos, pero por otro lado, no me acaban de convencer… Yaaaa... Que sí… Pero te digo que me da pena devolverlos y me preguntaba si igual los querrías tú; por supuesto te los regalo… ¡Sí, sí!; son preciosos, estilo clásico, como a ti te gusta… Bueno, si no quieres los tres puedo llamar a Luis, que seguro que uno por lo menos se lo pilla. Por cierto, ¿sabes algo de él? Es que esta semana tuvimos una pequeña discusión y no me ha vuelto a llamar… ¡Ah!, ¿no?, ya... Bueno, pues nada: ¿te mando entonces dos espejos, vale?... ¡Perfecto! El otro ya se lo mando a Luis, a ver si así se le pasa el enfado… Los niños bien, ¿verdad?... ¡Genial!... ¡Venga!, cuídate y dales un beso muy fuerte de mi parte. ¡Ciaaaao!

Cuando colgó, sonrió con malicia al buscar en Google el número de una agencia de transporte. "Espejito, espejito mágico, ¿quién es el más cabrón del reino?", canturreó mientras marcaba...

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